Palabras de Juan Carlos Escotet Rodríguez en la presentación del Documental El Reventón

4 de febrero de 2008.

Hay ciertos hechos relevantes en la vida de las naciones, que por el hecho de ser casi imperceptibles, dejan huellas que difícilmente pueden ser rastreadas. Pero hay otros que por estar siempre tan presentes, por ser tan notorios y contundentes hincan una huella tan extensa y abrumadora en el cuerpo de la sociedad, que de ser tan obvios y cotidianos, terminan por tornarse brumosos, alejados y casi desconocidos.

El petróleo tiene en la vida venezolana éste segundo carácter: es tan imponente y extensa su presencia en el entramado de la sociedad venezolana, que buena parte de su historia y de su resonancia se ha ido rezagando, como si ese conocimiento fuese un material que podemos desplazar o dar por visto o no considerar como relevante a nuestras vidas porque, a fin de cuentas, mientras los chorros sigan siendo muchos y a precios altos, todo lo demás resulta, o asunto de especialistas e investigadores, o un conocimiento tan antiguo, que se experimenta como si no formara parte de nuestra historia inmediata, sino de una difusa prehistoria venezolana.

Todos aquí lo sabemos: desde hace no menos de nueve décadas es imposible pensar a Venezuela sin la presencia enorme y rotunda de la variable petrolera. Uno de los datos sorprendentes que nos recuerda El Reventón, es que ya en 1928, hace justamente ochenta años, nuestro país era el segundo productor de crudos del mundo.

Datos como ese, que forman parte esencial de lo que llamaré la mínima biografía imprescindible del petróleo, permanecen extraviados en la densa bruma de los olvidos nacionales. Algo en nuestra cultura parece conformarse con unas pocas afirmaciones generales, como si eso fuese suficiente para comprender quiénes somos y, todavía más, como si con un poco de imaginación y voluntarismo, paradójicamente gracias al petróleo, se cumpliese con amplitud el protocolo necesario para enrumbarnos hacia un mejor futuro.

Y es aquí donde podríamos detenernos a pensar, una vez más, puesto que es uno de los asuntos que permanecen siempre como una herida abierta entre nosotros, sobre qué papel debemos atribuir a la memoria como un bien común y cotidiano en la cultura venezolana.

Quizás uno de los aspectos a considerar, en un plano menos profesional e intimidante que esa dimensión que es la memoria, es preguntarnos por nuestro trato con el pasado. Si somos gente que mira atrás con naturalidad, sin mayor esfuerzo, o si por el contrario, no somos proclives a ese vínculo con lo que nos precede, porque tememos un posible desencanto, o un relato que no es el que nos gustaría escuchar, o porque el presente nos retiene con una fuerza mayor, o porque nos resulta más útil ocuparnos de hoy y de mañana, que son los dos tiempos, el ahora y el más tarde, que son los tiempos donde viven nuestras más impostergables urgencias.

Dicen los expertos que la cultura venezolana tiene una temporalidad predilecta, que es la de el aquí y ahora, apenas proyectado hacia delante, pero experimentado como una especie de fuga, es decir, como si ella implicase una especie de rompimiento con todo lo que se ha quedado atrás, incluso hacia aquello que podría resultarnos gratificante o en concordancia con nuestro modo de entender el mundo.

Lo que quizás habría que reivindicar y poner en circulación, una idea simple que fuese como una especie de ejercicio de responsabilidad social y política, es que el trato con el presente y con el futuro más inmediato no guarda ninguna contradicción sustantiva con el trato con el pasado. No se oponen, no se niegan, sino que, como bien saben todos ustedes, el pasado tiene una facultad extraordinaria, que nadie ha puesto en duda, y es su capacidad de enriquecer el presente y el futuro, de hacer más amplia nuestra comprensión de lo que nos ocupa al día, pero muy especialmente, y quiero insistir en esto, porque nos dota de una capacidad de ver mejor, de un ver más allá de lo obvio que nos convierte en mejores personas, en ciudadanos más estructurados y en profesionales con una proyección más estratégica de nuestra actividad.

En el mismo espacio y nivel en que cada sujeto tiene como un derecho básico e inalienable a ser tratado con dignidad, y a que sus ideas sean respetadas en cualquier circunstancia, siento que el derecho a ejercitar la memoria y a disfrutar de sus innumerables beneficios debería ser propagado en la sociedad venezolana.

Y, en este aspecto en particular, hay un aspecto sobre el que los especialistas, los estudiosos de los contenidos pedagógicos, los líderes de opinión y los responsables de las políticas públicas deberían reflexionar: no es lo mismo promover la memoria como una obligación, como una asignatura pendiente de cada persona con su propia tradición, que ponerla a disposición y alentarla como un derecho.

Es lo mismo que ocurre con los bienes culturales, con la maravilla que representa leer o con los beneficios que se desprenden del cultivo de una familia sólida y cohesionada: si se presentan a la sociedad como una denuncia, como una ausencia objetable, como un error en el que nunca debimos incurrir, posiblemente no se logre estimular el interés de nadie y, por el contrario, el resultado sea una distancia mayor, una aversión por aquello que se presenta como carencia y reclamo a un mismo tiempo.

Otra cosa cabría esperar, según me atrevo a sugerir ante ustedes, si el pasado o, mejor, el trato con el pasado se ofreciera a cada persona como un derecho, como una posibilidad que traerá ventajas a su vida, como si se tratase de un empleo estable, de una educación que combine el saber teórico con la preparación para el desempeño laboral, o como un sistema de salud eficiente y funcional, que sea capaz de dar la tranquilidad y las garantías que cada familia requiere para vivir.

Si la memoria pasa del terreno emblemático del deber y se ubica en el espacio abierto y deseable de los derechos, perderá esa postura de autoridad, de exigencia simbólica, de tarea escolar o de cosa que debe ocupar únicamente a los historiadores o a los nostálgicos de oficio, para ir adquiriendo, lentamente como es inherente a las grandes tareas culturales, una presencia en la vida cotidiana, asociada a una creciente demanda entre los ciudadanos de todas las clasificaciones socio-económicas o socio- demográficas que sea posible.

No se trata sólo de la masa que podríamos convenir en agrupar bajo la etiqueta de memoria histórica. No sería suficiente ni lo más pertinente. Habría que ir mucho más allá, convencidos de que el trato con el pasado exige el aliento a todas las formas de la memoria que sea posible, desde la más personales y acotadas, hasta aquellas que ocupan las dimensiones que la Nación tiene como comunes y sagradas.

Creo que ese es el otro elemento fundamental para que en Venezuela se desarrolle una cultura de la memoria: deben estimularse todas las memorias posibles, no sólo las oficiales y públicas, sino también las personales, las familiares, las de las comunidades, las de las empresas y las de las instituciones, pero también la referida a los hechos que tienen interés o atractivo para muchas personas en la sociedad.

Quiero decir con esto lo siguiente: para que el hito de El Reventón encuentre eco en más y más venezolanos, es necesario que esas personas guarden un aprecio estructurado por sus propios recuerdos. Que ellos no tengan el carácter de lo incidental, sino que formen parte de un relato honrado, incorruptible, incorregible y fuente de un orgullo, sea cual sea su contenido, y que pueda ser enriquecido con el paso del tiempo. No sugiero que todos debamos convertirnos en historiadores, sino que cada quien pueda acceder al ejercicio de valorar y disfrutar de la emoción que tiene la memoria en todas sus formas: como simple recuerdo de lo experimentado, como evocación de los hechos que vamos olvidando, como narración ordenada de las cosas que nos importan.

Banesco está orgulloso de haber contribuido con este esfuerzo de Bolívar Films y, también, de estar acompañado de empresas como la empresa venezolana de ingeniería Otepi, que ha alcanzado 40 años de notables aportes al país, así como a dos empresas internacionales dedicadas al complejo universo de la energía y la actividad petrolera, las compañías Chevron y Total que, sin ser venezolanas han tenido la generosidad de hacer aportes que, en definitiva, van dirigidos a la más importante causa que todos aquí compartimos: la causa, la pasión, nuestro compromiso con esa dimensión que llamamos Venezuela y la venezolanidad.

Muchas gracias.

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